Es difícil pensar en mejorar algo sin invertir en ello. No necesariamente se trata de dinero, puede ser esfuerzo físico o mental, tal vez tiempo.
Cuando se trata de políticas públicas es imposible creer que se puede asignar menos recursos económicos a mejorar la calidad de algún servicio prestado por el Estado. Es así que a nadie se le ocurriría proponer mejorar la educación, la salud o la defensa nacional a través de una reducción de su presupuesto.
No obstante, con la política parece ocurrir lo contrario. Parte de la crisis de representación ha tenido como resultado y se alimenta a la vez de la extensión de un discurso que pretende mejorar la política a través de la reducción del gasto que la misma genera (aunque en la práctica el costo puede ser mucho mayor). Se cree que con políticos mal pagos, con pocos recursos para capacitación y reduciendo las posibilidades de que los dirigentes honestos puedan contar con fondos para hacer campaña se puede mejorar la calidad de la representación.
Sin quererlo o decididamente a propósito, se genera el ambiente para que haya dos clases de políticos: los ricos y los que roban (categorías para nada excluyentes, por cierto y sobre todo con demasiados ejemplos a la vista). Profundizar este modelo sólo puede hacernos recaer en el fracaso y la frustración que nos tienen como abonados.
Cualquier reforma política seria debería encarar la cuestión del financiamiento desde dos premisas: que sea suficiente para sostener el funcionamiento constante de estructuras partidarias que generen políticos formados y que les permita discutir públicamente su agenda de propuestas en condiciones de igualdad y sin condicionamientos del lado de quienes ponen dinero para las campañas.
Dicho de otra forma, habría que dar el debate para la eliminación del financiamiento privado (dado que se trata de una inversión la tasa de retorno de la misma siempre es en perjuicio de la sociedad) y habría que trabajar sobre las condiciones para que los partidos políticos cuenten con los fondos necesarios para capacitación y para el planteo constante de propuestas alternativas de gobierno.
Lejos de estos ejes, el proyecto del Poder Ejecutivo Nacional trabaja sólo respecto del financiamiento de las campañas electorales y reduce la duración de las mismas. El análisis de cada una de las medidas que instaura el proyecto deja la sensación de que no sólo se trata de la parte peor trabajada del mismo, sino que además sus consecuencias se pueden prever como las más perniciosas.
No se trata de relativizar los efectos de las modificaciones a las cuestiones vinculadas con la personería de los partidos y las condiciones de presentación de los candidatos, temas sobre los que también se realiza una crítica, pero en ambos casos existe un margen de mejora sustancial que no reduzca el sistema político a un bipartidismo por la fuerza (de hecho es probable que se negocien ciertas mejoras en el Parlamento). El problema es que definitivamente el tema de campañas y financiamiento está mal encarado (o encarado en beneficio del Gobierno, lo que da igual) y no parece haber margen razonable para mejorar su redacción.
En lo que hace puntualmente a las modificaciones, se ha dado cierta publicidad a la eliminación del financiamiento privado a través personas de existencia ideal. En realidad, en la forma en que está abordado este tema no es más que maquillaje. Si partimos del hecho de que las campañas salen muchísimo más caras de lo que se rinde al final de las mismas (por lo menos en los casos de los candidatos con más chances), que en los informes de campañas es común que haya prestanombres, como ya ha sido demostrado en un sonado caso judicial, y que existe infinidad de formas de financiar una campaña sin que queden registros de los gastos, la modificación que se propone sólo sirve para que desaparezca el incentivo que algunas empresas tienen de figurar en las rendiciones de cuentas para obtener desgravaciones impositivas. Otro resultado es muy difícil de encontrar.
Como muestra de la poca efectividad de la medida, cabe mencionar que en la última rendición de ingresos de campaña del macrismo aparecen entre los aportantes varios Caputo (entre ellos uno que se llama igual que el dueño de la constructora que lleva ese apellido). Habría que ser demasiado ingenuos para desvincular los intereses personales de esta gente de los muchos intereses que la empresa constructora tiene en contratos que presta o puede prestar en el futuro.
De todas maneras, es muy importante destacar que la tendencia que han mostrado las mayores restricciones de gastos de campaña (entre ellas la falta de actualización respecto de la inflación de los aportes públicos que en la práctica opera como una disminución de los mismos) han fortalecido a los candidatos con mayor capacidad de compra de espacios televisivos, y no me refiero exactamente a los spots de campaña. Muy a pesar de lo que parece atacar el proyecto de ley, es difícil creer que la fortaleza de la campaña de De Narváez haya radicado en las propagandas partidarias en lugar de la popularidad que el imitador del programa de Marcelo Tinelli le aseguró. Si De Narváez pagó por ello no quedó registrado en ninguna parte, y por supuesto que a la credibilidad de Tinelli no le convendría blanquear eso ni aún en el caso en que el candidato lo quiera hacer.
Más aún, la posibilidad de comprar espacios como invitado en programas periodísticos a través del pago con publicidad de empresas por el “servicio” es algo imposible de frenar con este proyecto (más bien lo alienta), y es algo de lo que también se valen mucho los gobiernos a través de la publicidad oficial.
El proyecto avanza en la prohibición de la contratación de publicidad de campaña a través de los medios de comunicación audiovisual, estableciendo sanciones para los partidos (pérdida de aportes futuros) y para los medios (pérdida de licencias). Este aspecto de la reforma es interesante pero presenta dos interrogantes muy fuertes: el primero es respecto a la cantidad de espacio que recibirán los partidos (se garantiza un piso de sólo ocho emisiones en horario central en toda la campaña a todos los partidos, y además sin especificar un piso para la cantidad de tiempo) y la sanción, si no fuera por la que reciben los medios de comunicación, hay que medirla en función de lo que los fondos públicos pueden representar para una campaña. Si nos guiamos por lo que ha sido el reparto de espacios gratuitos en las ultimas elecciones, es difícil poder esperar mucho, a pesar de que la ley establece que las emisoras deben destinar el 10% de su programación. Dado que su reglamentación queda en manos del Gobierno de turno, posiblemente siga siendo muy poco.
Por su parte, la sanción de pérdida del dinero público puede tener escasa significación si el aporte no es sustancioso. Dado que la ley modifica la relación de gastos empleando el término “módulos” en lugar de “pesos”, será también aquí el Poder Ejecutivo el que decida cuánto vale un módulo y por lo tanto cuánto se aporta. Un candidato con mucho caudal de aportes privados bien puede darse el lujo de violar reiteradas veces la ley si no le importa carecer del aporte estatal.
Otros dos temas en los que avanza la reforma son la definición de las actividades de campaña y el tema de la difusión de encuestas de opinión. El primero de ellos define una serie de actividades (prácticamente todo lo que se puede hacer dentro de una campaña) siempre y cuando sean realizadas “durante el periodo establecido para la realización de la campaña” (¿será que fuera de ese periodo no lo son?). Cabe mencionar que en la forma en que está redactado el artículo 70º de la propuesta casi todo lo que hace un político (sobre todo cuando está en la oposición) se puede considerar campaña y violación de la ley. Da la impresión de que no se entiende demasiado que la actividad permanente de los políticos tiene que ver con la intención de "captar la voluntad política del electorado" porque así se construye poder y apoyo para concretar ideas.
El segundo establece la creación de un registro de encuestadores, el establecimiento de una serie de requisitos para publicar una encuesta y la prohibición de publicarlas dentro de los quince días previos a una elección. Lo más extraño de esta propuesta es que la sanción para los encuestadores que no cumplan con las obligaciones que establece la ley es la pérdida de su inscripción en el registro y no existe sanción para quienes publiquen encuestas fuera de lo establecido por la ley (la sanción en este caso es también para el encuestador). No existe ninguna razón para inscribirse en un registro si no existe sanción para un tercero que publique las encuestas de quienes no cumplen la ley y si la sanción para el encuestador es quedar fuera del registro.
Este último punto muestra la poca profundidad y calidad del trabajo respecto de un tema muy importante como es el financiamiento de las campañas. Lo que queda claro de la propuesta es que se profundiza un esquema de financiamiento en negro de la política a través de la compra de periodistas y comunicadores de todo estilo y sobre todo de mucho rating. La limitación de la publicidad oficial solamente prohíbe “contener elementos que promuevan expresamente la captación del sufragio a favor de ninguno de los candidatos a cargos públicos electivos nacionales”, algo que más o menos significa que el spot no puede decir algo tan burdo como “vote a tal”.
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